Filósofo

Profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde ha ejercido por varios años los cargos de director del Centro de Estudios Filosóficos, jefe del Departamento de Humanidades, director del Instituto de Democracia y Derechos Humanos y editor de la revista de filosofía Areté. Ha sido presidente de la Sociedad Interamericana de Filosofía. Hizo estudios de Filosofía y Ciencias Sociales en la PUCP y en universidades de Italia, Francia y Alemania. Se doctoró en Filosofía en la Universidad de Tubinga, Alemania.

Se ha especializado en filosofía moderna y en historia de la ética, temas sobre los que dicta cursos y conferencias y de los que ha publicado varios libros y numerosos artículos. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas (2015); Disfraces y extravíos. Sobre el descuido del alma (2015), La mirada de los otros. Diálogos con la filosofía francesa contemporánea (2015); El paradigma del reconocimiento en la ética contemporánea. Un debate en curso (2017); Verdad, historia y posverdad. La construcción de narrativas en las humanidades (2020) y Rostros del perdón (2021).

En su ensayo “La larga lucha por el reconocimiento en el Perú”, señala usted que llegamos al Bicentenario con una profunda fractura social y que, precisamente para entenderla, nos puede ser útil el concepto del reconocimiento. ¿Puede explicarnos en qué sentido?

Hemos llegado efectivamente al Bicentenario de nuestra Independencia con una profunda fractura social. Lejos ya de una retórica conciliatoria y de un espíritu de celebración –promovidos oficialmente hasta hace apenas unos meses–, hemos vivido la fecha emblemática con las heridas abiertas y con clara conciencia de que el caos y la violencia pueden desatarse en cualquier momento. Esto se debe no solo a la crispación y el enfrentamiento entre los peruanos a raíz del proceso electoral, sino igualmente a las secuelas que nos ha dejado la pandemia. El sistema de inequidades encubierto que existía antes del estallido de la crisis sanitaria se ha puesto ahora al descubierto en forma de defensa de privilegios, de segregacionismo, de racismo o, por supuesto también, de protesta contra el entero modelo de convivencia que hace todo esto posible.

Cada vez que nos hallamos ante procesos de polarización social, se suele invocar a la “reconciliación” entre los peruanos. Ocurrió incluso cuando se creó la Comisión de la Verdad, a la que se le añadió posteriormente desde el gobierno el nombre de “Reconciliación”. Pero allí anidan una ilusión ideológica y un señuelo, porque una reconciliación, en sentido estricto, solo puede existir entre personas o grupos que coexistían previamente en relaciones de igualdad o de mutuo respeto, y esa no es precisamente la situación en que se produjo la polarización inicial. Por eso, para evitar el sentido ilusorio que encierra aquella palabra, me parece más adecuado recurrir al concepto de “reconocimiento”, de “reconocimiento recíproco”, un concepto muy difundido en la ética contemporánea, para caracterizar el momento en que nos encontramos. A diferencia de la reconciliación, el reconocimiento exige la vigencia de condiciones de equidad y de justicia, y está además necesariamente asociado a la “lucha”, porque encarna una aspiración moral por la que combaten quienes sufren condiciones previas de discriminación. Es por eso una buena clave de lectura ética de las reivindicaciones sociales, políticas e identitarias en la historia de la humanidad.

Menciona usted a Augusto Salazar Bondy y vincula el concepto de reconocimiento al de “alienación”. ¿Podría ser entonces el reconocimiento una piedra angular de nuestra historia?

En un famoso ensayo titulado “La cultura de la dominación”, Salazar Bondy nos dejó un agudo y descarnado diagnóstico de la sociedad peruana de acuerdo con el cual vivimos todos en condiciones de “alienación”. Usa un concepto proveniente del idealismo alemán, que quiere decir que las personas viven “ajenas a sí mismas”, “despojadas de su verdadero ser”, ya sea en un sentido realista, porque se les ha expropiado su trabajo o sus posibilidades de acceder a condiciones mínimas de existencia, como es el caso de las grandes mayorías; o ya sea en un sentido ideológico, porque viven persuadidas de que su verdadera identidad se halla fuera del Perú o porque están convencidas de que poseen una superioridad racial, cultural y económica sobre el resto o sobre la mayoría de los demás peruanos. Pero también las clases medias, opina Salazar, viven alienadas a su modo, porque son las grandes consumidoras de los mitos nacionalistas, es decir, de aquellas narrativas que ensalzan el criollismo, la tradición hispánica, la gesta del imperio incaico, la picardía o la viveza del emprendedor peruano, a lo que se podría agregar, en fecha más reciente, la apología de la llamada “Marca Perú”.

No obstante, aun tomando nota de la pertinencia del concepto de alienación para caracterizar la situación actual de enfrentamiento de posiciones, de negación de nuestras raíces sociales y de encubrimiento ideológico de privilegios, me parece oportuno recurrir a un concepto más amplio, más afirmativo, como es el de “reconocimiento”, que nos permita ver en otra perspectiva la historia a la que nos estamos refiriendo. En realidad, en sentido estricto, el reconocimiento podría y debería ser entendido como el reverso de la alienación. Si, como recordamos, esta última, la alienación, se refiere a la experiencia de la negación de sí mismo y a la adopción de una identidad ajena, el reconocimiento –el reconocimiento recíproco– consiste, por el contrario, en la afirmación o la recuperación de lo que nos es propio, ya sean nuestros derechos o nuestra identidad. En este sentido, la historia del Perú podría leerse como una larga lucha por el reconocimiento.

¿Tiene el reconocimiento una aplicación también a la relación con otras culturas, o al respeto que les debemos?

Así es. Una de las razones que explican la relevancia que ha adquirido la noción de reconocimiento en la actualidad es precisamente su pertinencia para comprender una relación más justa y equitativa entre todas las culturas. Charles Taylor, el filósofo canadiense que ha contribuido en gran medida a su difusión, es autor de un libro titulado El multiculturalismo y la política del reconocimiento, en el que denuncia las limitaciones de la concepción ética liberal para valorar la riqueza propia de las otras culturas y para impedir que se perpetúe su subordinación al paradigma occidental. Una “política del reconocimiento” entre las culturas equivale a defender, en un sentido democrático más amplio y pleno, la existencia de condiciones de equidad entre ellas. Pero como estas condiciones no han existido por siglos, y en algunos casos siguen sin existir, se entiende, desde esta perspectiva, por qué muchas culturas, subculturas o grupos identitarios “luchan” por el reconocimiento, es decir, se empeñan en hacer valer sus derechos e implantar relaciones de reciprocidad y de justicia.

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